Los Vampiros ahora serán bonitos, sexy, y romántico, pero siguen siendo monstruos que necesitan sangre ajena para vivir. Igual que los fascistas más carismáticos, necesitan a quien quitarles la vida –figurativa y literalmente- para sobrevivir. Siempre debe haber algo que desangrar. En el Caso de El Conde, ya no es un país, pero pudiera serlo, si cambia de opinión sobre morir.
Luego de dos introspectivas historias en Jackie y Spencer, Pablo Larraín regresa a su natal Chile con El Conde, una sangrienta, destripadora sátira sobre la naturaleza parasita del poder y la avaricia interminable de los conquistadores.
A 33 años de perder el poder en Chile, y 17 años de haber muerto, Augusto Pinochet sigue siendo una figura contenciosa en el país sudamericano, algo que Larraín decide abordar con esta demente historia de fortuna, religión, estado, y corazones crudos.
En esta gótica historia, Larraín re imagina a Pinochet (Jaime Vadell) como un vampiro de 250 años, nacido en Francia pre-revolución, donde aprendió a beber de sus víctimas, y aprovechar toda oportunidad para agarrar poder, hasta su eventual mudanza a Chile.
Pero ahora, cansado de vivir, ha dejado de beber sangre, envejeciendo rápidamente esperando la muerte. En una desmejorada mansión en algún rincón de la Patagonia, su mayor frustración no es haber perdido el poder sino ser recordado como un ladrón, aunque el sótano está tan lleno de pedazos humanos como documentos de dinero y tierras chilenas.
Su otro gran problema es la llegada de sus hijos, desesperados por recibir la herencia que nadie excepto El Conde sabe donde está, complicada por una falta de organización. Las otras figuras son la esposa (Gloria Münchmeyer) y el mayordomo (Alfredo Castro), quienes tienen sus propias agendas sobre un futuro sin el vampiro.
La esperanza es la llegada de Teresita, una contadora, interpretada por una grandiosa Paula Luchsinger, que realmente es una monja encubierta enviada por la iglesia para, en sus palabras, “salvar el alma que le queda al Conde”. Luchsinger destaca como la consciencia del filme, con las mejores escenas siendo las entrevistas a Pinochet y su familia, donde Larraín suelta todo su veneno en forma de chispeantes, filosos diálogos con los que expresa ambos puntos de vista sobre la dictadura de Pinochet y su efecto en el país.
El Conde simultáneamente requiere paciencia y mente abierta, especialmente porque su estilo monocromático quizás sea muy chocante para audiencias modernas, pero es precisamente la fotografía en blanco y negro de Edward Lachman lo que hace El Conde una experiencia sublime entre sombras, donde la oscuridad de lo peor se ve más clara. Inmensamente recomendada.
Podcastero, comediante, crítico de cine y TV miembro de la Critics Choice Association, crítico certificado en Rotten Tomatoes, y padre de gatos. Una vez cuando niño entré a un cine, y en cierta forma nunca salí.
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