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Crítica de Apollo 10 ½: A Space Age Childhood

Hay un fenómeno emocional llamado “Anemoia”, término inventado por el escritor John Koenig, donde extrañas épocas del mundo que nunca viviste. Como decir “quisiera vivir en la edad media” o sentir nostalgia por los años 60’s aunque naciste luego de ellos. Si hay un director experto en inspirar esa sensación, es Richard Linklater, quien anteriormente nos transportó a momentos basados en su juventud con Dazed and Confused, y Everybody wants Some!, y ahora lo hace nuevamente con Apollo 10 ½: A Space Age Childhood.

Linklater regresa al estilo animado de “rotoscope” que utilizó en A Scanner Darkly, donde cubre la acción real con animación, aunque mucho más pulido y colorido, aumentando la sensación de ser la fantasía intercalada con memoria infantil. Comenzamos en 1969, unos meses antes de llegar a la luna, cuando Stan (voz en ingles de Milo Coy), una representación semi biográfica de Linklater, tiene 10 años y medio, soñando con ser el primer humano en la luna. En su fantasía, Stan es reclutado por dos científicos de NASA (voces en ingles de Glen Powell y Zachary Levy) gracias a su habilidad en matemáticas, para una misión de prueba antes de Apollo 11. ¿Por qué? Pues porque debido a un error de cálculo, la cabina es demasiado pequeña para adultos, por lo que necesitan un niño como él.

Eso mezclado con recuerdos creciendo en Houston, Texas, durante esa década, hacen de Apollo 10 ½ un encantador recuento de vivir en una época donde los avances tecnológicos hacían del futuro tan prometedor, mientras, por otro lado, acontecimientos civiles causando enormes cambios en la sociedad estadounidense auguraban el fin de una era dando el principio a otra. La esperanza de un mundo mejor donde podríamos llegar a Marte, contrasta con las imágenes de jóvenes muriendo durante la guerra en Vietnam, protestas y lucha por los derechos civiles de minorías.

Con la voz narrativa de Jack Black como un Stan Adulto, Apollo 10 ½ nos lleva a través de los recuerdos rosados de su familia, los suburbios donde creció, jugando con vecinos, la aventura de visitar un parque local de diversiones, y el simple placer de pasar las noches viendo televisión, luego de combatir con sus cinco hermanos para decidir que sintonizar. El mismo Stan admite haber estado protegido por su estilo de vida, alejado de las realidades más tétricas de la época, aunque eventualmente comprendió que el mundo real era muy distinto a la versión idílica de su hogar.

En los tiempos que estamos viviendo, a muchos probablemente no les interese repasar esos tiempos bajo la mirada cariñosa de un hombre blanco en los suburbios, pero Linklater no intenta vendernos una idea política, sino más bien, de manera indirecta, explicar porque tanta gente de su edad le dificulta entender la otra cara de la moneda, simplemente porque salen de la América que nunca tuvo que aguantar golpes, o persecución, para exigir derechos que otros dan por hecho. Yo no puedo identificarme con la niñez de Linklater, pero de todos modos me enterneció el amor hacia su juventud, y puedo entender perfectamente la nostalgia de aquellos años cuando el problema más grande era estar frente a la televisión para no perderme un episodio de mi serie favorita, o la seguridad de quedarme dormido en un carro para despertar en mi cuarto.

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