Si me preguntan porque me fascina tanto las historias de realeza, honestamente no puedo responder. Quizás sea la mirada a un mundo tan alejado al mío. O posiblemente sea disfrutar ver gente venerada comportándose muy por debajo de lo que se espera de ellos. Quizás hay un cínico -casi cruel- placer en ver poderosos bajados a mi nivel, al menos en términos humanos. Sangre azul o roja, todos cometemos las mismas estupideces.
Por eso recibí The Crown, serie original de Netflix, con tanto gusto. Mientras por un lado desprecio el arcaico concepto de monarquía, por otro me seduce la pompa, los protocolos, y la barrera invisible entre ellos y nosotros.
A eso se le añade el excelente elenco compuesto durante las primeras dos temporadas. La sutil actuación de Claire Foy como una mujer subestimada por todos, recibiendo el peso metafórico de un imperio entero sobre sus poco preparados hombros. Su Isabel II luchando por mantener un balance entre la esposa, madre, hija y hermana que desea ser, contra las imposibles responsabilidades de mantener un frágil sistema injustamente dependiendo de ella.
Pero ahora le toca a otra asumir, a falta de mejor expresión, el trono. Peter Morgan, creador y manejador de la serie, anunció que cada dos temporadas habrá nuevo elenco, representando distintas décadas de reinado. La corona pasó a manos de Olivia Colma, reciente ganadora del Oscar, y una de las mejores actrices vivas.
¿Cómo presentas la versión televisiva de una persona reconocida precisamente por su falta de expresión emocional? Contratas a una mutante de la actuación, capaz de transmitir más emociones con un gesto de su rostro, que la mayoría de los humanos.
El choque de ver distintas caras fue raro al principio pero, como dice la misma Isabel en los primeros minutos, “Tendrán que acostumbrarse”.
Los actores no son lo único cambiado. Son los 60’s e Inglaterra se encuentra en su peor momento desde la Segunda Guerra Mundial. Luego de 13 años en minoría, el partido liberal finalmente llega al gobierno, por lo que la Reina recibe por primera vez un Primer Ministro del Partido Obrero, Harold Wilson (Jason Watkins).
Al mismo tiempo, Isabel lidia con hijos crecidos, un esposo todavía en búsqueda de su lugar en la vida, y una hermana decayendo física y emocionalmente tan desastrosamente como su matrimonio.
A pesar de transmitirse en Netflix, el servicio que inventó y popularizó el “binge”, la tercera temporada de The Crown está hecha para disfrutarse poco a poco. Contrario a la nueva moda de hacer series como películas largas, Morgan compuso los nuevos 10 episodios en forma más tradicional, dejando que cada uno cuente su propia historia sin requerir entrar al próximo urgentemente.
Al hacerlo de esta forma, The Crown permite que otros personajes tomen protagonismo en distintos episodios, aparte de dedicarle enfoque a varios momentos históricos. El tercer episodio, Aberfan, es definitivamente una de las horas más desgarradoras de televisión que he visto en mi vida, contando la tragedia real ocurrida en 1966, y posiblemente uno de los momentos más bajos en el Reinado de Isabel, hasta la semana luego de la muerte de la Princesa Diana, algo que Morgan ya estudió en The Queen.
Curiosamente, lo más destacado de la temporada no fue Colman, sino Josh O’Connor como el Príncipe Carlos, y Erin Doherty en la piel de la astuta, vocal e independiente Princesa Ana. O’Connor le imparte una sorpresiva sensibilidad a Carlos, quien siente mayor compatibilidad con su tío David, el abdicado Rey, al lidiar con una situación parecida, que lo lleva a enfrentar su familia, incluyendo las primeras señales del terrible peso de escoger su individualidad contra las exigencias de su (quizás) futura corona.
Una particular escena entre Isabel y Carlos probablemente genere discusión, sobre si se trata de malignidad de la Reina, o su forma más cruda de preparar su heredero a la frialdad de la posición que recibirá de ella.
Y entonces está Helena Bonham Carter. La incomparable actriz asume la problemática Princesa Margarita con la fortaleza que le da su experiencia interpretando personajes complicados pero tan humanos. A pesar de los años, la relación entre hermanas no ha mejorado mucho; viejos resentimientos no desaparecen, más bien convirtiéndose en barreras invisibles, empeoradas por las crueles exigencias de sus posiciones.
Admito que jamás fui fan del Felipe de Matt Smith, quien nunca me convenció de su frustración masculina de ser el poder detrás del metafórico trono, poco más que un niño llorando por dulce negado. Es posible que por la cercanía en edad, sentí mayor relación con el Príncipe de Tobias Menzies (Outlander, Game of Thrones), llegando a la crisis de mediana edad, reflexionando sobre sus logros o falta de estos, especialmente durante su propio capitulo fascinado por el alunizaje. En sus peores momentos, The Crown es apenas mejor que cualquier novela diurna. En sus mejores, como Moondust, presenta una sorpresivamente profunda discusión sobre ciencia y religión funcionando juntos para mejorar como persona.
Al igual que sus personajes, The Crown se siente mejor establecida en su posición como critica, admiración y conversación sobre la monarquía inglesa en la rígida sociedad británica. Morgan nunca la vanagloria demasiado ni tampoco disculpa sus fallas y, tal como Isabel, trata lo mayormente posible de entender nuestra fascinación sobre ellos, mientras presenta los efectos en sus vidas, dejando que nosotros mismos decidamos si los privilegios que viven realmente valen la pena.
Podcastero, comediante, crítico de cine y TV miembro de la Critics Choice Association, crítico certificado en Rotten Tomatoes, y padre de gatos. Una vez cuando niño entré a un cine, y en cierta forma nunca salí.
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