| Escrito por : Eunice Vázquez Santos, MSW (@nuni1009)
La inocencia perdida. Tiene que estar enfermo. A ese tipo hay que lincharlo. Cuántas frases emergen cuando conocemos que una niña o un niño ha sido abusado sexualmente. Porque a nadie se le ocurre cometer una atrocidad como esa. Es más, definitivamente tiene al diablo por dentro. Y fíjate, no estamos tan lejos del diablo, porque una víctima de abuso sexual lo que vive es un verdadero infierno. Lo curioso es que algunas personas suelen pensar en ese infierno cuando eran abusados, pero lejos estamos de comprender que una vez el abuso es revelado o descubierto, la víctima pasa por un verdadero seol.
La revelación de una experiencia de abuso sexual, de por sí es algo traumatizante. Es un proceso, porque los agresores sexuales de niños usualmente son personas cercanas a ellos. Requiere de estudiar a la víctima, ganar su confianza, asegurar que se mantendrá esa actividad asqueante en secreto y así continuar con la progresión de la dinámica sexual. Mientras que la víctima por lo general ama a su abusador, quisiera que la experiencia sexual tenga su final, pero no desea terminar su relación con su victimario. Imagínese, un padre, un tío, un abuelo.
Pero en muchos casos esos niños y niñas pueden salir de ese tormento. Entonces comienza la otra parte: que tu familia te crea, que te apoyen, que recibas el tratamiento adecuado, que se haga justicia, QUE NO TE REVICTIMICEN. ¿Revictimización? ¿Será posible que luego de que alguien de tu confianza se apropie de tu cuerpo, te haga sentir responsable, incluso, que tengas una criatura de esa victimización, puedas aguantar más dolor? Anyway, ya las autoridades tienen al individuo, a ese que se le metió el mismo demonio. La víctima entonces está protegida. Bueno, protegida del agresor sexual. Pero del sistema, de la prensa, de la sociedad. Perdón, realmente la sociedad se indigna y fácilmente unos cuantos se encargarían del verdugo. Por su parte, la prensa es responsable de llevar la verdad, y claro el sistema judicial tiene que probar que va a llevar ese caso hasta las máximas consecuencias, precisamente en el bienestar de ese menor.
Entonces nos encontramos en la lucha mediática. ¿Y la víctima? Pues esperando esa justicia. Pero mientras tanto, sus declaraciones pueden salir en la prensa, todo el país lee y comenta sobre los detalles íntimos “entre la nieta y el abuelo”. Fíjate qué asco, le hacía sexo oral, ¿Te imaginas? ¿Con ese viejo? Escuchar esos comentarios provocaba una migraña instantánea en mí. Es que el concepto de empatía es muy difícil llevarlo a la práctica. Sí, ponernos en los zapatos del otro. Significa eso que si realmente estoy indignada ante la victimización de un menor, debo entender que todo lo que se haga debe ir encaminado en su sanación. Porque señores, ese niño abusado por un sacerdote, esa niña abusada por un abuelo tiene un futuro. Sí, quiere tener un futuro, no quiere ser señalado o señalada. Cada día tiene que trabajar con las secuelas de su calvario y no necesita que se plasmen sus dolorosos recuerdos en un periódico, no le hace falta que en las paradas de guaguas se hable de cuántos años tenía cuando comenzó el abuso ni a qué pueblos la llevaban para ser violada.
Y eso, querido lector, es revictimizarla. Porque a esa víctima la conocen sus compañeros de escuela, tiene familia, tiene amistades, vecinos y lo más que desea es que su vida regrese a la normalidad. Pero claro, aquí va la indignación y se desparrama cada detalle que precisamente ha hecho de su vida una tortura. Ahí es que me pregunto, a qué responde el querer saber tanto, cada dato, cómo fue, qué le hizo. Basta con saber que alguien violentó su cuerpo para estar indignados y proteger a nuestros menores. Sobra el morbo para querer ir más allá y violentar su confidencialidad. A fin de cuentas es su vida, no la de los lectores. Si fuéramos empáticos respetaríamos ese espacio. Solo así le abrimos la puerta para que sane lo que ciertamente no le hizo el diablo.
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