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Extranjera

Extranjera

Hace veinte años acompañé a mi mamá al novenario de mi abuela. “Mamé”, como le decíamos, murió de una angina de pecho y nos privó a todos de su presencia optimista, alegre e inteligente. Lloré mares al saber que nunca más volvería a abrazarla y sentir su perfume y, mucho menos, escuchar su español arañado con las ‘eres’ típicas del francés. Una amiga de la familia se acercó a mi mamá y le dijo: “Tan buena que era la doña, extranjera, pero como si fuera de aquí.” Mamá evadió su mirada y murmuró indignada: “Extranjera… Después de cincuenta años, todavía es extranjera”.

Nací en Ciudad Bolívar, antigua Angostura del Orinoco, la misma ciudad en donde Bolívar dio su célebre discurso homónimo. Es decir, acorde con la obsesión bolivariana que experimenta Venezuela, nací en el epicentro libertador. Algo así como rodeada por un halo que me haría “más venezolana que la arepa.” Aunque aquello no quiera decir nada, pues hay arepas en Colombia y Puerto Rico y quién sabe en dónde más. Además, estaban mis apellidos y los comentarios irónicos que generaron en el colegio: “¿Brun Battistini? Criollita, pues.” Mi mamá es ‘la francesa,’ aunque llegó a Venezuela cuando tenía tres años, y papá siempre será ‘el haitiano,’ incluso después de 55 anõs en el país y un documento de naturalización que evidencia que es venezolano. Él, al menos, no tiene dudas al respecto.

Ahora, cuando me apresto a cumplir cinco años en Puerto Rico, hice un repaso de la vida de mis padres y abuelos como inmigrantes.  Siempre vieron a Venezuela como su país, su patria. Se involucraron en el destino de esa tierra que los adoptó y retribuyeron con creces esa apertura.  Ofrecieron sus mejores talentos al desarrollo del país y son capaces de dar la vida por los ideales de democracia, libertad, patria y nación. Sin duda,  es el ejemplo que tengo y por eso me levanto cada día de madrugada a trabajar en Borinquen, junto a su gente alegre que me recibió con una sonrisa y diciéndome: “hablas bien chulo.”

En este lustro lejos de Venezuela soy un “alien”, como me clasifican las autoridades estadounidenses. Lo leo en mi “green card” y no puedo dejar de pensar en Sigourney Weaver, persiguiéndome con un arma larga para aniquilarme. Pero el año que viene podré, de la noche a la mañana, convertirme en ciudadana. Americana, claro está, porque ciudadanos somos todos desde la revolución francesa. Entonces, podré ondear orgullosa mi certificado de naturalización y ya no seré extranjera. ¿Cierto?

Dentro de la sociedad puertorriqueña también descubrí divisiones entre los que son boricuas de verdad y los no tanto. Los nacidos y criados aquí, los que nacieron allá y se criaron aquí o los que nacieron aquí y se criaron allá. Cada caso es particular y cada quien pelea por ser considerado menos extranjero que el otro. Quién lo define, quién se siente con la potestad absoluta para sacarle punta al dedo índice y señalar el límite territorial. Una jovencita holandesa, de madre dominacana, es oficialmente la mujer más bella de Puerto Rico. Sin embargo, no logra quitarse la otra banda que lee claramente “Miss extranjera,” ni con todos los reportajes gráficos que le hagan comiendo lechón grasiento en Güavate.

Trabajo como periodista y, por tanto, hablo, escribo, describo y, sí, opino. Para una extranjera, aquí y en Pekín, opinar sobre la realidad de una tierra que no es la propia, equivale a caminar en un terreno minado. Si alguien se siente incómodo, automáticamente te manda por donde viniste. Y no de una manera elegante. Hace un mes una señora de voz aniñada, pero melodiosa, me dijo sin alterarse: “No deberías quitarle el trabajo a los boricuas. Ésta es una isla pequeña y los trabajos son para los puertorriqueños. Si quieres trabajar, pídele un puesto a Chávez.” Soy venezolana. Soy francesa. Soy haitiana. Soy ciudadana del mundo. Siempre seré la extranjera de alguien. Todos lo somos. Como dice mi papá: “problema de ellos.”

Por: Annabelle Brun Battistini
Crédiitos: Foto | La Trastienda

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