Lo más difícil de escribir este post fue encontrar un título adecuado. Tras unas cuantas horas de pensarlo, no me imagine que el autor del mismo fuese no otro que Francisco Franco, dictador y generalísimo de España durante casi 40 años. El conocía bien la censura, y la utilizaba convenientemente, y como jefe de su propio departamento de recursos humanos tenía una idea radicalmente clara del perfil de persona que necesitaba para el puesto. En sus propias palabras, un tonto, aunque normalmente son también radicales, pobres o cobardes.
Radical por extremoso e intransigente, lo que nos lleva de nuevo al calificativo de tonto; pobre, porque para cercenar la libertad de los demás hay que carecer absolutamente de dignidad, y de dinero para comprarla; o cobarde, porque el que realiza actos que privan a los demás de la más esencial de las libertadas por miedo a perder su empleo, poco tiene de valiente.
Estoy dolida, herida y apesadumbrada. En QiiBO siempre me han dado mi espacio, aunque sea uno #fueradelugar. Hoy vuelvo a mi pequeño rincón en el sótano del llamado QiiBOffice a escribir.
Pequé, lo admito. No pude evitar terminar completar un tuit publicado por un Social Media Manager en Twitter con un comentario súper gracioso. Erré, porque vivo en el cuerpo de un hombre bello y pagué las consecuencias de no comprender que no se comprenda mi humor. Fui débil, y la editora me señaló con su Indice y me dijo: “Vete de aquí, ya no te amo”. Agaché la cabeza y partí, dejando espacio libre para más publicidad, pero con la satisfacción del deber cumplido, que no era otro que exponer al mundo, durante más de un año la estupidez humana. Solo por el bien global he trabajado gratis escribiendo mi columna semanal, y he puesto mucho dinero de mi bolsillo, ya que el coste de oportunidad de hacerlo ha sido alto.
Mi dadivosa hazaña nunca saldrá publicada, como si recogiera perritos o diera charlas a niñas en correccionales, pero sin duda he cumplido con creces la parte responsabilidad social que todo habitante del planeta debería estar obligado a aportar.
Yo mismo discutó la calidad literaria de mis artículos, sin ser la mejor, era más que suficiente para el lector medio de prensa ñoña y publicitaria. Al principio, escribí con un formato estándar, para que la plebe me entendiera. Aburrido, intenté subir el nivel y dar opinión, pero la editora decidió que eso iba mucho más allá de mi cometido, y sin comunicármelo decidió meter tijera. Cuanta más opinión daba, más tijera metía. En ese punto llegué a la conclusión de que la “editora” era el eufemismo que en el diario utilizaban para “censora de medio pelo”.
Este tipo de “editores” no me caen bien, pero son gente divertida, que han probado a lo largo de la historia su incapacidad intelectual y con los que se puede juguetear de manera más o menos consistente sin que se den cuenta. Pues eso, identificado su punto débil le metí más opinión irrelevante y, mientras nuestra aprendiz de Maduro se entretenía recortándola, olvidó hacer su verdadero trabajo, que no era otro verificar que la ciudad sobre la que escribía esa semana, realmente existiese. El resultado fue que eliminó toda la opinión y publicó un maravilloso artículo de turismo sobre la mitológica Isla de Trinacia. Un trabajo portentoso, que añadido al de privar de un columnista semanal gratuito a su empresa por celos, la harán merecedora de un ascenso a, que se yo, super-editora, o algo así.
La estupidez y la humanidad nacieron el mismo día. La censura se les unió a las pocas horas. Los censores en Roma eran personas bastante prestigiosas, que además de dedicarse a la moralidad pública tenían labores de censo de la población y financieras. Sin embargo, con lo que yo me he enfrentado no es otra cosa que un censor hipster que reúne las mismas cualidades que el censor tradicional, pero actuando de manera totalmente aleatoria, y sin otro cometido más que reverenciar a su mecenas con su lealtad sin fronteras. ¿Dónde iban a conseguir otro trabajo sino…?
Estrictamente, la labor de un editor debería de ser la de adaptar un texto a las normas de estilo de una publicación. O sea, poner comas, tildes, y corregir la gramática y faltas ortográficas. Sin embargo, hoy en día nos encontramos con que el editor, se dedica a corregir, y sugerir al autor, que es el único dueño de la obra, bajo la amenaza de la no publicación. Más aún, con la llegada de las redes sociales, estos editores se han convertido en espías que vigilan la vida privada del autor “por si daña la marca”. Mi editora no era la mejor con el tema de las tildes, pero era una Coco Channel de la tijera, y una Mata Hari del Twitter, y además era una especialista en esconder sus actos bajo idearios, marcas o cualquier otra inconsistencia. Una perfecta —y barata— vigilante de los intereses económicos del grupo editorial que le paga, protegiendo su publicidad de los críticos y a sus partidos políticos, que habitualmente son sus fuentes de noticias de la oposición.
En fin, vamos a lo importante. Si quieren darme donativos por hacerle un favor al mundo destapando tanta estupidez, mándenme un DM y les doy mi cuenta de Paypal.
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