Decía Gandhi, que nunca fue santo de mi devoción, que si hay un idiota en el poder, es porque quienes lo eligieron están bien representados.
Como abstencionista, he ejercido mi derecho a no votar durante casi toda mi vida. Cada día, y visto el nivel de los candidatos a las tres últimas elecciones que he presenciado, me reafirmo más en mi postura de no legitimar con mi voto un sistema que es capaz de poner a gobernar a auténticos gañanes.
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Me gustaría, antes que todo, que quienes animan a votar nos dijeran a que partido político hay que hacerlo. De otro modo, la incitación carece totalmente de contenido. O peor, se limita a alimentar un sistema, sea éste aceptable o inaceptable. El mero acto de votar puede hacer que cualquier sistema perdure sin que se modifique una estructura pseudodemocrática.
Durante esta campaña hemos sido testigos de una carencia absoluta de propuestas por ambas partes que se han limitado a agitar slogans en vez de tratar de convencer al electorado con principios y políticas. No hemos cesado de escuchar – tanto en Estados Unidos como en Puerto Rico – que hay que escoger entre lo malo y lo peor, pero escoger. Depositar la papeleta por inercia, porque les han lavado el cerebro, por el tan manido ‘deber ciudadano’ o, mayormente, por imbecilidad. Si ningún programa – no candidato o partido – te motiva lo que hay que hacer es ser consecuente y no dejarse la dignidad por el camino con la llamada ‘sumisión voluntaria’.
Concuerdo con Platón en su afirmación de que no todos los ciudadanos están capacitados para participar de manera activa en política, es decir, para ser elegidos. Defendía el filósofo griego que cualquier persona destinada a gobernar debía recibir además de una educación obligatoria que llegaba hasta los 20 años de edad, otros 15 de propina.
Del mismo modo, no todos los ciudadanos están capacitados para participar de manera pasiva, es decir, para elegir. La ignorancia, de facto, como si se tratase de una droga de diseño que elimina la voluntad y deja al falto de educación a la merced de cualquier trilero de la palabra. Y sin voluntad, no hay democracia.
Y considerando probado el argumento de la estupidez mayoritaria del electorado, la pregunta que debemos hacernos de inmediato es si las decisiones de una mayoría incapacitada para tomar decisiones son justas. Si las decisiones políticas de una mayoría ignorante en política son, de hecho, democráticas porque, como dije antes, si hay ignorancia no hay voluntad, y si no hay voluntad no hay democracia. Debemos incluso preguntarnos si las elecciones y por tanto los elegidos, que sin duda tienen legitimidad formal, tienen legitimidad moral.
Y, viendo a los candidatos que el bipartidismo ha presentado en ambos países, está claro que nos encontramos ante una situación en la que a falta de verdadero liderazgo político el ‘establishment’ se aprovecha de una ignorancia extendida. Les puedo asegurar que más de tres cuartos de los votantes de Ricky o de Bernier; de Trump o de Clinton, no pueden darme una razón objetiva por la cual les han votado más allá de ‘porque el otro es peor’ o porque les dieron un bocadillo de camarones. Incluso, hemos visto vídeos en las redes de personas de uno u otro partido que al preguntárseles no podían nombrar tan siquiera una de las propuestas que su candidato estuvo promoviendo por meses.
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120 millones de almas han decidido en la mayor potencia económica mundial entre la virtud de ‘ser mujer’ (que debe dar poderes innatos) o la cualidad de decir todo lo que se te pase por la mente para al día siguiente negarlo y aseverar todo lo contrario. 120 millones han legitimado con su ignorancia a un sistema que les ha propuesto elegir a Pili o a Mili.
Y esos fallos que convierten a la ‘democracia’ en una simple palabra vacía de contenido. La falta de selección que debería determinar quien puede ser elegido y quien puede elegir les ha puesto a Ricky, un chaval cuyo único mérito en la vida ha sido ser hijo de su padre, gobernador de la colonia en un puro ejemplo de que la ignorancia del votante está haciendo involucionando el sistema democrático en uno dinástico.
Y al Norte, en la metrópoli, a Trump, que ha ganado las elecciones con un programa en parte populista y en parte, todo lo contrario, respondiendo afirmativa o negativamente a la misma pregunta según el día y, sobre todo por la incapacidad de Hillary Clinton de, como hizo Obama, esconder su mediocridad política tras una fantástica oratoria. Eso si, partiendo con tres claras ventajas: la de no pertenecer a la clase política; la de la evidencia de que los hispanos ciudadanos de Estados Unidos odian a los hispanos que quieren serlo; y el hecho constatable de que un gran número de mujeres no soporta a su propio género.
Trump lo tendrá fácil. Sucede al peor presidente de la historia de los EEUU. Un presidente cuya política ha dado lugar a la rendición ante Cuba, ante el narcotráfico de las FARC y ante el islamismo. Peor no se puede hacer.
En la Isla, sin embargo, no me cabe duda de que Ricky hará parecer a su predecesor, un tipo tan mediocre que ni le han dejado presentarse a un segundo término, un líder para el recuerdo a la altura de Churchill o Isabel la Católica.
El culpable en ambos casos es un sistema sustentado en la estupidez de una mayoría y, en una minoría formada que confunde el derecho al voto con la obligación de votar.
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