Esta mañana me he levantado con la noticia de la dimisión de Benedicto XVI, noticia sin duda de la semana, y posiblemente del año, por lo inusual de un acto de tal envergadura en la cabeza de la Iglesia Católica. Él dice que está falto de fuerzas, y posiblemente sea verdad, ya que es tan viejo que vio al mar Muerto cuando estaba enfermo, aunque yo siempre he pensado que había sido elegido como un Papa de transición que ya estaba viviendo demasiado.
Llevamos unos meses de dimisiones tristes, y algunas no tan tristes. Siempre hay que diferenciar entre las dimisiones por decisión propia y las dimisiones por que lo ‘exigen’ las circunstancias que uno mismo se ha creado. Por ejemplo, no es lo mismo la dimisión de Guardiola, que la potencial de Mourinho; o, comparando muñecos, tampoco son comparables las dimisiones de Elmo de Sesame Street, por tener sexo con un menor, o de la Comay tras un boicot publicitario, por decir lo que piensa (que yo también he sufrido en mis carnes en los últimos meses).
Pero llama la atención, que aquí los que no dimiten nunca son los políticos, sin importar la edad, las responsabilidades adquiridas, las incompatibilidades o la corrupción. Nada es suficiente para que se vayan, y la causa no es ‘el amor a la patria’, o ‘no abandonar el barco cuando se está hundiendo’. La respuesta a porque no dimiten es simplemente porque estos políticos de profesión que tenemos ahora, que comienzan en la política a los 15 años y acaban a los 115, no son buenos en lo que hacen, pero no saben hacer ninguna otra cosa.
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